Bielorrusia
En los países occidentales, los temas de género ya no son un tabú. Sin embargo, en Bielorrusia, poseer una identidad sexual contraria al régimen autoritario puede tener consecuencias muy peligrosas. Más aún cuando se es una una persona transgénero.
Katerina Barushka
Autora
Birgit Püve
Fotógrafa
Estonia:
Un espacio, dos mundos
Lituania:
Regreso a Visaginas
Ucrania:
La guerra sale a escena
Letonia:
Nuevos héroes, nuevos tiempos
Moldavia:
Tan lejos y tan cerca
MINSK- Alina vuelve a casa caminando por las grandes avenidas de Minsk. Los escaparates de las tiendas, repletos de glamurosas marcas occidentales, reflejan su fuerte pero tímida figura, vestida con ropa simple de color negro. Su largo pelo ondulado y sus coloridos calcetines de rayas contrastan con todo lo gris que le rodea. Hace diez años, llegó a Minsk desde una pequeña ciudad de provincia en busca de trabajo y, lo que es más importante, en busca de su identidad. Después de haber estudiado formación profesional cerca de su pueblo, ahora se gana la vida renovando apartamentos y realizando pequeños trabajos de construcción con una empresa privada. Parece que su propio yo también está en construcción.
Alina vive en un apartamento frío y polvoriento que actualmente está reformando para ganar algo de dinero. Duerme en un viejo colchón sobre el suelo, guarda todas sus pertenencias en un armario destartalado y lava toda su ropa en una papelera. Tener un trabajo es un gran logro para ella, ya que sin él, se vería obligada a pagar un impuesto de desempleo introducido hace poco por el Gobierno, el llamado “impuesto parásito”. Con una sonrisa nerviosa nos pide que no hablemos con ella en inglés delante de su portal: “Los vecinos ya sospechan de mí, no quiero llamar más la atención”.
Hace 30 años, Alina nació hombre. En un país como Bielorrusia, la decisión de vivir según sus sentimientos e identidad sexual es un acto de resistencia total hacia la sociedad y el propio Estado.
Durante más de dos décadas de Gobierno, el presidente Alexander Lukashenko, a menudo conocido como el “último dictador de Europa”, ha situado a Bielorrusia a la cola de diferentes clasificaciones sobre derechos humanos. La realidad bielorrusa continúa haciendo frente día a día a una serie de desapariciones un tanto misteriosas de opositores políticos que tuvieron lugar a principios del nuevo milenio. Además, vive constantes represalias violentas contra protestas pacíficas, mantiene un duro control de los medios de comunicación o la pena de muerte.
Tras las elecciones presidenciales de 2010, siete de nueve oponentes de Lukashenko se enfrentaron a cargos criminales por organizar manifestaciones. La tasa de aprobación hacia el Presidente nunca ha descendido por debajo del 80%, teniendo en cuenta que la sociología independiente no funciona en el país. Las últimas protestas pacíficas de 2011, como respuesta a una fuerte crisis económica, hicieron que decenas de miles de personas salieran a las calles. El resultado: cientos de ellas fueron arrestadas.
“Aquí cada institución tiene voz y voto sobre cómo debo vivir”, dice Alina. “Y yo solo quiero cambiar mi identidad y disfrutar de mi propia vida”. Para cambiar oficialmente su género, una persona transgénero necesita registrarse en un centro psiquiátrico. La luz verde sólo se consigue tras un minucioso examen médico llevado a cabo por una comisión compuesta por el Ministerio de Defensa, el de Justicia, el de Educación, el de Interior y el de Salud. Después de un año y medio, si se cumplen todos los requisitos, la persona podrá someterse a una operación de cambio de sexo gratuita: algo nada habitual en el resto del mundo. La primera operación de cambio de sexo en Bielorrusia se llevó a cabo en 1992. Por el contrario, que dos personas del mismo sexo mantengan relaciones sexuales siguió siendo un delito hasta 1994. Hasta la fecha, entre 70 y 150 personas se han sometido a una cirugía de reasignación de género.
Alina, por el contrario, ha decidido no seguir el plan que propone el Estado. Esta decisión le hace más libre, pero le impide que su opción de vida no sea reconocida de manera oficial y por tanto deba verse obligada a acudir al mercado negro para adquirir el tratamiento de hormonas.
Es una decisión muy dura a la que deben hacer frente muchas personas, transgénero y no transgénero, en Bielorrusia. Si decide que el Estado se haga cargo de ella y la controle, entonces, no habrá grandes problemas. Por el contrario, si decide ir por su propio camino, será acusada de causar problemas: en un país donde no es ajeno el encarcelamiento arbitrario, la intensa vigilancia a los medios de comunicación, el miedo, la violencia e, incluso, la pena de muerte. Al igual que ocurrió Mikalai Statkevich, uno de los candidatos presidenciales independientes en 2010, que ha pasado cinco años y medio de prisión. O el defensor de los derechos humanos y nominado al Premio Nobel de la Paz, Ales Bialiatski, que pasó tres años en la cárcel por motivos falsos de evasión de impuestos mientras manejaba un centro de derechos humanos que ha ayudado a miles de personas a oponerse al régimen.
La última vez que la comunidad LGBTQ intentó crear una organización fue en 2013. Como resultado, 69 de los 72 miembros fundadores del colectivo GayBelarus fueron llamados a declarar ante la KGB (sí, los servicios secretos bielorrusos aún tienen este nombre). Desde entonces, algunos de ellos han huido del país; otros operan en secreto. En Bielorrusia, actuar en nombre de una organización sin registro es un acto delictivo penado con hasta dos años de cárcel.
Hace poco se ha creado una nueva iniciativa para ayudar a adolescentes LGBTQ y a sus familias, a la espera de ser registrada oficialmente. En un país donde las personas LGBTQ temen hasta por su propia vida, su presencia es muy necesaria.
Esta triste realidad no parece existir en el centro de Minsk, lleno de cafés y casinos. Los jóvenes, animados por el Gobierno y también por el resto del mundo, han puesto sus ojos en el consumismo a la vez que buscan su propia identidad. Son los bielorrusos quienes cuentan con el mayor número de visados Schengen per capita, por lo que muchos de ellos conocen de cerca lo que significa la vida europea. Minsk carece de una atmósfera verdaderamente liberal, pero los lugares de moda de la ciudad están condenados a ser una mala imitación de la vida social occidental.
En agosto, la policía hizo una redada en la calle de restaurantes más elegantes y caros de todo Minsk. Arrestó a docenas de personas que habían salido a fumar después de tomar una cerveza. En Bielorrusia no se permite estar borracho en público, pero sus ciudadanos son líderes mundiales en el consumo de alcohol. Así que poco importa a donde vayas, siempre encontrarás gente borracha. Las autoridades han decidido ir contra los hipsters que se esconden en bares pijos para poder olvidar el estado en el que el mundo se encuentra. No es de extrañar que a Alina no le guste salir por la noche. “Hay uno o dos lugares en los que me siento bastante cómoda. Tienen buena pinta, pero sólo a ojos de los turistas. Es todo fachada”.
“Mi propia madre me odia por querer ser yo misma. Siempre me recuerda que nací como hombre y que, por eso, nadie respeta mi elección. Ni en casa, ni en el trabajo. Y así es mejor”. Alina no ve a su familia desde hace cuatro años. Habla a menudo por teléfono con su hermana, pero la mayoría de las veces acaban discutiendo. No tiene contacto con ninguno de sus amigos. En su pueblo, su hermana trabaja como lechera en una kolhoz (una granja colectiva), y gana 80 dólares, unos 75 euros, al mes. A pesar de todo, Alina tiene muy claro que es en Minsk donde quiere vivir.
Para Alina, la gran ventaja de Minsk es que la gente no conoce su historia.
Alina desde pequeña supo que había nacido en el cuerpo equivocado y quizá también en el país erróneo
Ciudad fantasma con mil años de historia, la capital fue parcialmente destruida durante la Segunda Guerra Mundial, para más tarde ser arrasada bajo las órdenes de Stalin. El espíritu del comunismo exigía un sacrificio para poder construir una ciudad totalmente nueva en toda su gloria soviética. El fotógrafo Artur Klinau dijo que Minsk fue la puerta del imperio soviético: tuvo que impresionar con sus calles amplias y limpias, pero sigue siendo muy provinciana y pequeña como para ensombrecer a la gran Moscú. Para muchos, es algo así como una ciudad muerta con plazas y palacios vacíos. Los seres humanos que la habitan son meramente decorativos.
Para Alina, la gran ventaja de Minsk es que la gente no conoce su historia. En la capital, es capaz de trabajar y ganar unos 250 dólares al mes. Para sus tratamientos de hormonas necesita unos 40 dólares. Cuando se le pregunta si ésta es la vida que se había imaginado, Alina dice que es mucho mejor que lo que había pensado en los años 90 siendo tan sólo un niño. Por aquel entonces, ella ya sabía que había nacido en el cuerpo equivocado, y quizá también en el país erróneo. Pero nunca se lo dijo a nadie.
“¿Has oído hablar de tratamiento psiquiátrico correctivo? Eso es todo lo que me esperaba en una pequeña ciudad. Tenía demasiado miedo como para hablar. Ya soportaba que mi padrastro me pegara cuando él quería. La primera vez que me di cuenta de que no era la única persona en el mundo así fue al comienzo del nuevo milenio, cuando leí en un periódico para adolescentes un anuncio sobre cambio de sexo”.
Es duro encontrar un sentimiento de “comunidad LGBTQ” en Bielorrusia. Alina critica que ninguno de los dos únicos dos grupos que existen sepa cómo ayudarla (uno de ellos es el colectivo multimedia Makeout.by y el otro, la asociación Identidad y Ley) . Esta queja es muy común entre las asociaciones de derechos humanos en Bielorrusia. La gente no está dispuesta a unirse para luchar por un bien común. Pasa su tiempo atrapada en disputas individuales y en demandas personales.